sábado, 23 de abril de 2011

Revolución


“¿Hay mayor revolución que la de las costumbres?”

Sophie Gottlieb en “El viajero del siglo”.


Quizá deberíamos recordar más a menudo aquello que los antiguos dijeron hace ya más de veinticinco siglos: el ser humano es un animal social por naturaleza. Y no sólo porque el lenguaje, eso que más esencialmente nos define como humanos, sea imposible al margen de la vida comunitaria, ni porque disponer de una interioridad como la que nos caracteriza signifique haber sido previamente colonizado por la exterioridad de las palabras de otros. A través de y junto al hecho del lenguaje, de esos otros, próximos o lejanos, pasados o presentes, recibimos también –además de tantas otras cosas– los valores que defendemos con nuestra conducta, las pautas de actuación que nos guían, los hábitos que nos sostienen, los deseos por cuya satisfacción y cumplimiento luchamos día a día y que más íntimamente sentimos como propios y originarios.


Por eso resulta por lo general tarea tan ardua, y cuestión de décadas o de siglos más que de años, que las ideas que pretenden modificar la estructura y funcionamiento de las sociedades acaben por instaurar los nuevos valores, las nuevas pautas de actuación, los nuevos hábitos y deseos que atestiguarían la realidad efectiva del cambio al que se aspira. Por un lado, los automatismos férreamente consolidados por la tradición de la masa social tienden a ahogar de entrada cualquier principio de cambio. Por otro, y tal vez esto sea lo más decisivo, los individuos que en avanzadilla intentan vivir de acuerdo con el nuevo modelo a implantar forman parte de esa misma masa social que los ha moldeado en función de los antiguos valores, pautas de actuación, hábitos y deseos. No será extraño entonces que su voluntad y determinación se muestren insuficientes para romper con el moldeado recibido. Tampoco que estos pioneros del cambio social se vean a menudo abocados a la contradicción, a la infelicidad e incluso a la tragedia: bien por chocar contra la resistencia de sus contemporáneos, bien por estrellarse contra sí mismos, internamente desgarrados entre sus ideales y los valores, pautas de actuación, hábitos y deseos aprendidos en el seno de la sociedad que quieren alterar.

Ésta es, a mi modo de ver, la problemática que plantea la película “El grupo”, basada en una novela homónima de Mary McCarthy, dirigida en 1966 por el recientemente fallecido Sidney Lumet. Un relato trágico del fracaso del individuo doblemente enfrentado a una época demasiado inmadura para el nuevo modo de vida que se esfuerza por encarnar y a su propia subjetividad, igualmente inmadura para llevarlo a la práctica con la coherencia y resolución necesarias.

El grupo” narra la historia de ocho amigas recién graduadas en Vassar, una de las universidades femeninas más prestigiosas de Estados Unidos. Todas ellas han sido educadas para ser mujeres profesionales y autónomas que contribuyan al nacimiento de una sociedad donde la mujer tenga igual relevancia y poder de decisión que el hombre. Todas ellas son mujeres cultas y preparadas que abandonan las aulas con la ilusión de cambiar el mundo. Corre el año 1933.

Sin embargo, una vez fuera del amparo del marco académico y devueltas a la sociedad, la evolución de sus vidas durante los siete años que tardarán en reunirse de nuevo distará mucho de parecerse a lo que habían imaginado. La razón principal: casi todas estas mujeres sucumbirán a la imposibilidad de conjugar sus aspiraciones profesionales y sus afanes de libertad e independencia con el deseo más poderoso que las domina de llegar a ser fieles esposas y madres en una sociedad que las ha destinado de antemano a esa función y que constantemente les recuerda que ése y no otro debe ser su papel como mujeres. Un deseo que las conducirá a reproducir los roles de pasividad, sometimiento y obediencia al hombre de sus predecesoras que intentan superar. Un deseo que habrán de satisfacer en la mayoría de los casos al precio de la renuncia, la decepción, la desilusión y la frustración en la medida en que ninguna podrá olvidar en el fondo su paso por la universidad y los ideales que allí se les inculcaron.


Las más atrevidas, quienes optan por la liberación sexual que por fin permite el uso de nuevos métodos anticonceptivos antes de contraer matrimonio, harán el amargo descubrimiento de la importancia que aún se concede a la virginidad femenina, así como la doble moral respecto al sexo que sigue impidiendo a las mujeres ejercer sin consecuencias negativas su libertad sexual. Tras perder su virginidad con un artista bohemio que únicamente la desea como amante, y ante el temor de no ser aceptada por ningún otro hombre, Dottie termina por casarse con un rico viudo del que no está enamorada pero que le ofrece la posición, seguridad y tranquilidad que busca. Aunque Libby alcanza cierto éxito profesional como agente literario, sus aventuras con los escritores que conoce harán que se lamente eternamente por sus problemas para encontrar un marido.

Huyendo de los convencionalismos, la más alocada del grupo, Kay, se casa con su novio de la universidad, un dramaturgo sin talento, mujeriego e irresponsable al que mantendrá con su trabajo en unos grandes almacenes mientras éste la engaña, dilapida su dinero y acaba por maltratarla e ingresarla en una institución psiquiátrica en un mundo todavía proclive a creer que las mujeres son seres de mentes frágiles cuyos estallidos de violencia responden a su naturaleza histérica en lugar de a causas legítimas.

Pese a sus ideas liberales, Pokey no puede evitar cifrar el sentido de su existencia en la posibilidad de concebir un hijo y se sentirá realizada al quedarse embarazada después de años de fracasar en el intento. La pudiente Helena no logra ser valorada en su trabajo por los prejuicios aún imperantes sobre la inferioridad de la mujer frente al hombre.

Sin duda el caso más dramático es el de la tímida Priss, brillantemente licenciada en Económicas y demócrata convencida, que emprende con gran entusiasmo su carrera profesional en la Administración de Roosevelt. Sin embargo, poco después la sacrifica para casarse con un pediatra republicano que se burla de sus ideas políticas y la induce a una maternidad que ella teme. La obsesión de su marido por que amamante a su primer hijo pese a sus dificultades para hacerlo llevará a Priss a menospreciarse por no ser capaz de comportarse como una “verdadera” madre. A partir de ese momento, delegará la educación de su hijo en su marido, quien con sus modernas teorías pedagógicas hará de él un pequeño monstruito mientras Priss, siempre pasiva y sumisa a su voluntad, se transforma en una gris, apagada e infeliz ama de casa.

Sólo Polly, quien consigue un cierto equilibrio entre su vida profesional y sentimental, y Lakey, que marcha a Europa para regresar años más tarde con una baronesa alemana como pareja, escaparán parcialmente a las contradicciones que amargan las existencia del resto de sus amigas.

El ritmo por momentos trepidante de la película, en el que las vidas de las ocho protagonistas, mostradas en fragmentos que se suceden e intercalan a gran velocidad, se confunden a menudo en la mente del espectador, parecería querer reflejar tanto la propia confusión que experimentan estas ocho mujeres, arrastradas por sus deseos, por sus fisuras, por sus circunstancias, a lugares en los que jamás quisieron estar, como el hecho de que, en esencia, sus respectivas trayectorias se reducen a una única historia: la de los múltiples y dolorosos obstáculos que hallaron las primeras generaciones de mujeres alentadas a hacer suyos los ideales feministas en una sociedad que difícilmente podía formarlas para estar con integridad a su altura y que se resistía a aceptar los profundos cambios que implicaban.

Sophie Gottlieb tiene razón: la mayor revolución es la revolución de las costumbres, y no hay cuestión más esencialmente política, en lo que respecta a la igualdad entre hombres y mujeres, que la que concierne a la gestión de la vida íntima. Ningún proyecto político sobre este tema se realizará plenamente sin la correspondiente subversión privada. Pero también es cierto, a la vista de las conexiones que todavía cabe trazar entre esta película de Sidney Lumet y la realidad social del siglo XXI, que estas revoluciones íntimas exigen un largo tiempo para darse por concluidas.

28 comentarios:

mateosantamarta dijo...

Es muy interesante lo que dices y se me ocurre que tampoco los hombres tienen fácil realizar su sueño-revolución. Ni siquiera las ideas lo tienen fácil -vease la historia-. Hay quien dice que una revolución es la vuelta que algo o alguien realiza hasta llegar a el punto de partida. Entonces sería mejor hablar de evolución, más lenta y segura. Aunque yo creo que las revoluciones, que efectivamente entrañan una vuelta, quizá nunca vuelven exactamente al punto de partida, sino a un punto próximo pero en otro nivel. Vaya lío. En fin, un saludo.

Carmela dijo...

Querida Antígona, un tema el que tocas ue creo que ya he comentado alguna vez contigo. La película no la he visto y parece muy interesante. Estoy completamente de acuerdo en lo que dices de la importancia de la gestión de la vida íntima y por supuesto pienso que estas revoluciones íntimas aunque avanzadas están lejos de poder darlas por concluidas.
Hoy no tendremos que luchar por poder ejercer de forma natural y aceptada el poder trabajar pero que lejos estamos aún de compaginar rela y efectivamente la vida íntima con el trabajo. Trabajo en un trabajo supercompetitivo y he tenido como creo que ya sabes cuatro hijos y puedo asegurarte que me ha costado sudor y lágimas poder compaginarlo y más que compaginarlo aceptar en distintos periodos de mi vida la balanza inclinada hacía uno u otro lado.Por mucho que la sociedad quiera proclamar a los cuatro vientos que hoy existe la mismisima igualdad para hombres y mujeres la realidad es que ya sea personal o institucionalmente no es asi.
Un beso grande

TRoyaNa dijo...

Antígona,
la película me parece muy interesante,así que la buscaré.
Salvando las distancias,a las mujeres de hoy todavía nos quedan muchas revoluciones íntimas y cotidianas que hacer para alcanzar la plena igualdad con los hombres,para ser todo lo libres que podamos ser,para tomar nuestras decisiones,sin los condicionantes de las expectativas sociales.
Me da un poco de tristeza,cuando no rabia,pensar en los sueños truncados de tantas mujeres en el pasado,por eso,no podemos dejar de ser combativas en la defensa de nuestros derechos.
Todas esas presiones a nivel social,han de convertirse en elecciones,y nosotras elegir libremente:vivir solas,en pareja,tener hijos,no tenerlos,conciliar trabajo con vida familiar.....etc....etc
Por desgracia,hay muchas mujeres que solo por el hecho de haber nacido en un país o dentro de una determinada cultura,están desprovistas de todos sus derechos.A cada una corresponde la toma de conciencia,la lucha.
Las que vivimos en el "primer mundo" no podemos bajar la guardia,pequeñas conquistas diarias,más grandes o más insignificantes,el caso es ser libres,o todo lo libres que podamos ser en una sociedad donde cada vez hay mayor control,vigilancia y prohibición.
Un abrazo grande!

Marga dijo...

Sigo sin encontrar la peli, tengo a J. indagando, pero ya te dije que había leído el libro de Mary McCarthy en el que se basa la película y que me había gustado mucho. Tengo entendido que la propia autora estudió en Vassar e imagino que, dada su posterior trayectoria profesional, muchas de las contradicciones y escollos que narra no le serían ajenos. Me gusta esta autora, he leído un par de libros de ella y me convence como retrata la sociedad de entreguerras norteamericana sin dejar de hacer hincapié en el papel femenino. Existe un libro de cartas intercambiadas entre ella y Hannah Arendt, "Entre amigas", que llevo siglos buscando pero que no hay forma... y me da que debe ser una maravilla, la visión de ellas dos y su tiempo... ummm, inteligentes y sinceras... y mujeres, más ummm.

Pero en fin, que me voy por los cerros, para no variar... jajaja. Aún en la distancia lo curioso es que no dejamos de vernos retratadas en muchas de sus lides y líos mentales, el hilo conductor que sigue indentificándonos con las protagonistas, las dudas y las presiones. Por supuesto no tienen nada que ver con las actuales pero sí cierto poso, no te sucedió en ocasiones? Tal vez sea cosa del libro, pero en algunos párrafos te removía... como bien señalas, las revoluciones íntimas son las que marcan los cambios pero requieren mucho, mucho tiempo y yo en ocasiones sigo teniendo la sensación de que las herramientas que ponen en nuestras manos son más avanzadas que los resultados que luego podemos obtener. No me quejo, eim?, no del todo, ha sido un gran avance pero sí, aún existen conexiones que podemos trazar con la historia. Tal vez las peores sean esas cortapisas que nos trazamos nosotras mismas y que en la historia se ven tan patentes y en la actualidad algo más difusas pero que ahí están... no dejan de estar.

No es fácil romper los convencionalismos, y menos fácil para nadie que para uno mismo... ays.

Besotes cañeros y femis, eso sí, jeje. Yepha!

El peletero dijo...

No creo, querida Antígona, que pueda añadir nada interesante a tu certero artículo, y a la ingrata enumeración de esos ocho fracasos vitales, que darte la razón en todo lo que expresas.

Es lamentable destacar que en las vidas de esas pobres mujeres los hombres ejercen el papel de papanatas malvados o de papanatas a secas que no saben dirigir ni sus propias vidas queriendo mandar en las de sus mujeres. Autoritarios, sin talento, incapaces de ganarse el sueldo, mujeriegos, ¿quién se enamora de hombres así?, ¿mujeres que se supone son ilustradas e inteligentes?

Tienes razón, la verdadera revolución se encuentra en los cambios de las costumbres que conciernen a la gestión de la vida íntima, sobre todo para los que necesitan de las revoluciones para cambiar sus costumbres y poder gestionar de otra manera su vida íntima.

En este sentido, los ocho fracasos, frustraciones, desengaños y desilusiones, lo son para todas excepto para la compañera de la baronesa, que, además de lograr una satisfacción íntima, regresa a casa convertida en la flamante pareja de una glamorosa aristócrata europea, si queríamos cambio de costumbres nada mejor que ése en el que, además, hay una mezcla social aunque no de género, siendo la falta del segundo seguramente más revolucionaria que la mezcolanza del primero.

Es evidente que la libertad es el bien más caro que pocos pueden pagar, y, antes como ahora, lo mejor siempre será que cada uno viva en su casa y, si me lo permites, Dios en la de todos, pero para eso habrá que hacer una revolución de costumbres mucho más radical, que gestione, no ya nuestra vida íntima, sino también nuestra soledad.

Besos.

Anónimo dijo...

Qué triste me ha dejado tu post, Antígona. Porque, imagino que como la mayoría, veo día a día cómo las mujeres (también los hombres) nos seguimos topando con esas muchas contradicciones tan amargantes que comentas.

Contradicciones que, llegado el caso, resultan también desperantes, casi desquiciantes si no se saben gestionar. Ays.

Me ha encantado el último párrafo del comentario de El peletero, con el que estoy totalmente de acuerdo. En el fondo de tanta ambigüedad muy posiblemente se esconda un terrible miedo lo mismo a la soledad que a la libertad. Y también, como muy bien dices, la inmadurez para afrontar con determinación y coherencia los propios deseos e ideales.

Muchas veces, ya que hablas de igualdad entre hombres y mujeres, he lamentado no haber nacido hombre. Y es que soy consciente de que ser mujer, aún hoy, conlleva infinidad de prejuicios y perjuicios del todo negativos y frustrantes. Y realmente no tengo ninguna esperanza de que esto cambie.

Por otro lado, más allá de revoluciones íntimas, creo que en lo que se refiere a las costumbres sociales se ha avanzado bien poco, y la cosa va por muy mal camino.

Te sorprendería saber la de familias que conozco en las que la mujer (aunque trabaje también fuera de casa), es la única que realiza las tareas domésticas, y además asume el papel de esclava de su marido y sus hijos con una naturalidad y orgullo que pasma.

Conozco también muchas mujeres, algunas muuuy jóvenes, que por ejemplo no salen sin los maridos o los novios porque ellos "no las dejan", literalmente. En cambio ellos, claro, se pasan la vida en las discotecas poniéndoles los cuernos, y hasta 'de putas'.
Y luego encima, cuando se ponen viejas, ¡ala! a buscarse a otra.

Puf, mejor lo dejo ya, que me estoy poniendo mala... :P

koolauleproso dijo...

Solo comentar que la cita que encabeza tu brillante reseña, procede de la última novela de Andrés Neuman, un autor que no conocía demasiado, pero que me descubrió una gran amiga mía que mantiene una especial relación con Argentina. Gracias a ella, estoy leyendo (acabando ya) su primera novela, "Bariloche", y me está encantando. Gran talento el de este chico.

Dona invisible dijo...

El tema que planteas, Antígona, creo que habla de la revolución interior que cada uno debe llevar a cabo, más allá de las grandes revoluciones que cambian el mundo. Aunque es cierto que la presión social puede llegar a ser castrante, somos quienes apostamos por esos cambios sociales hacia mejor quienes debemos ser valientes y coherentes con lo que decimos. No digo que sea fácil, pero conozco hoy en día todavía en el siglo XXI a demasiadas personas que han castrado o sacrificado parte de su vida individual, en contra de lo que piensan, porque sí "por los padres, "por el qué dirán"; "por no estar sola", etc. etc. Queda mucho todavía para conseguir esa liberación personal, que es la mayor revolución (por cierto, me ha encantado la cita que encabeza tu escrito).
Un abrazo!

c.e.t.i.n.a. dijo...

Para llegar a la revolución de las costumbres sería necesaria previamente una auténtica revolución interior en todos y cada uno de los individuos que componen la sociedad. Y ése será un proceso lento lleno de avances y retrocesos. Sobre todo en tiempos de crisis como los que vivimos, en los que los individuos suelen aferrarse a todo tipo de ideas retrógradas.

Un beso revolucionario

Antígona dijo...

Es cierto, Mateo, tampoco los hombres lo tienen fácil, porque no es fácil romper con todo lo que venía adherido a la antigua distribución de roles que marcaba la desigualdad entre hombres y mujeres y con la profunda impronta que ha dejado en los dos géneros. Siempre lo he dicho: esa distribución de roles diferenciados ha sido tan castradora para las mujeres como para los hombres.

Si, como dices, el concepto de revolución supone la vuelta a un punto de partida previo, no creo que fuera aplicable a la historia, dado que el paso del tiempo no permite retorno alguno. Nada de lo que fue es recuperable, quizá sólo como mera y engañosa apariencia, pero no de otro modo. Porque el fluir del tiempo nada deja inalterado por más que nos empeñemos. Y en este caso concreto de las revoluciones íntimas que afectarían a las relaciones entre hombres y mujeres, no veo yo tampoco pasado alguno al que fuera deseable retornar ni que pudiera siquiera tomarse como referencia. Esa revolución íntima habremos de llevarla a cabo nosotros por vez primera. Quizá por eso resulte aún todavía más difícil.

Un saludo

Antígona dijo...

Es muy posible, Carmela, que hayamos hablado ya en alguna ocasión sobre este tema, que me interesa en mi condición de mujer y fundamentalmente como persona que desea vivir en una sociedad que forme a sus individuos para vivir en libertad, y no atados por las cadenas de la tradición y de las convenciones inaceptables que ésta impone.

Quizás las revoluciones íntimas son las más costosas porque afectan a aspectos de nuestra persona que no nos resultan del todo conscientes. A fin de cuentas, como señalaba en el post, todos hemos sido moldeados por una sociedad que hasta hace bien poco aún podría definirse como claramente machista. No es tan sencillo desprenderse de ese troquelado que recibimos en nuestra infancia, de los aprendizajes que hemos hecho, conscientes e inconscientes, a partir de modelos que todavía no cuestionaban las diferentes funciones que debían ejercer hombres y mujeres o que incluso las defendían y quizá aún las defienden. Por ello no es de extrañar que, aun proclamando a los cuatro vientos la voluntad de igualdad, nuestros más íntimos deseos, nuestros modos irreflexivos de conducirnos con los otros, nos traicionen. No sé, supongo que pienso que si esa igualdad todavía no existe en nuestra sociedad, es porque los individuos que la componen no están todavía íntegramente maduros para ello. Habrá que darle tiempo al tiempo.

Un gran beso!

Antígona dijo...

La película vale mucho la pena, Troyana, y estoy segura de que el libro de Mary McCarthy también, que me parece que Sidney Lumet siguió con mucha fidelidad por la información que he encontrado sobre él por la red.
Sí, nos quedan muchas revoluciones íntimas y cotidianas por hacer, claro que sí, y pienso que no podía ser de otra manera. Al menos las mujeres de mi generación aún jugamos con muñecas y se nos educó para ser diferentes de los chicos, en la imposición de que había maneras de conducirse, actitudes, cualidades propias de las niñas y otras bien distintas propias de los niños. No cabe pensar que todo eso no haya dejado una impronta sobre nosotras. Con lo cual no quiero decir que la impronta nos determine de manera absoluta e inalterable, pero sí que habrá que seguir combatiendo con ella día a día si sentimos que nos limita o nos impulsa por caminos incompatibles con otros de los que querríamos recorrer.

Me parece muy importante lo que señalas de la elección. Porque la cuestión no es, en pro de la igualdad, volver a caer en el error de imponer esquemas acerca de lo que debería ser la vida de una mujer en una sociedad no machista. Se trata, sencillamente, de que cada individuo, sea hombre y mujer, se sienta libre de optar por lo que considere más adecuado para sí sin más coerciones ni presiones que las estrictamente necesarias. Y no es ninguna necesidad natural ni tampoco social que hombres y mujeres deban tener deseos o aspiraciones distintas o modos de vida dispares. La disparidad corresponde a los individuos, no a los géneros.

Por suerte, tienes razón, nosotras ya estamos empezando a gozar de esa libertad de la que se priva a las mujeres en otros países. Sigamos trabajando en ella y haciéndola crecer sin ceder a las cortapisas que aún puedan provenir de nosotras mismas y de nuestra educación.

Un beso y un abrazo!

Antígona dijo...

Niña Marga, yo la encontré en un portal que se llama “Cine Clásico”, en el que tienes que darte de alta y hay enlaces para una infinidad de pelis clasificadas por épocas. Es verdad, ahora me acuerdo que estuvimos hablando sobre el tema :) Y sí, por lo visto Mary McCarthy estudió en Vassar y la novela, como al parecer también otras que ha escrito, se inspira en sus propias experiencias. Me ha picado la curiosidad la información que he leído en la red sobre sus obras para hacer el post, así que a ver si me hago con algo de ella. Por cierto, que ese intercambio epistolar con Hannah Arendt tiene una pinta inmejorable. No sé si conocerás “Iberlibro”, un portal para comprar libros de primera y segunda mano, que últimamente estoy explotando para todo lo que parece inencontrable. ¡Un verdadero hallazgo! Quizá allí puedas encontrarlo.

En muchos aspectos, la película sigue estando de plena actualidad. Bien en ese poso que mencionas, que aún nos lleva a cuestionarnos cómo hacer compatibles los viejos y los nuevos deseos, bien por el hecho de que, al menos en lo que yo observo a mi alrededor, son aún muchas las mujeres que interiorizan de un modo u otro esa renuncia a la vida pública, o a la plena independencia y autonomía para satisfacer el objetivo prioritario de fundar una familia. Y sí, claro que me ha sucedido. ¿Cómo no nos va a suceder? A veces me he sorprendido a mí misma reproduciendo actitudes de mi madre que yo misma había criticado, o valorando en mi cabeza si debía hacer esto o lo otro en función de esas actitudes que tan naturales pueden parecer por observadas y generalizadas, o por haberlas mamado desde la infancia en el propio hogar. Es prácticamente imposible que, aunque sólo sea por mera ósmosis, no tendamos a imitar sin darnos cuenta, a adoptar sin pretenderlo, esas actitudes que aún parecen dirigir a las mujeres hacia un lugar distinto al de los hombres en su posicionamiento ante el mundo, en su percepción de sí mismas, en sus relaciones con los demás. Pero es que, y específicamente en este país, con su larga y reciente historia franquista, conservadora y católica, la liberación de la mujer es un fenómeno demasiado reciente como para haber podido extenderse a todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas, los más superficiales y los más escondidos.

Me preocupa, sin embargo, que cada vez que se acercan las Navidades aparezcan por los buzones folletos de juguetes claramente sexistas (muñecas para ellas, juegos de construcción para ellos). Como me preocupa haber conocido chicas jovencitas que afirmaban que las mujeres estaban “naturalmente” más dotadas para las tareas domésticas que los hombres. También que muchas mujeres sigan pensando que tener hijos es, fundamentalmente, patrimonio de su género y se nieguen a aceptar que los permisos por maternidad deberían tener la misma duración que los permisos por paternidad.

Quiero decir, es obvio que aún quedan pendientes revoluciones y cambios en el plano de las meras ideas. ¿Cómo no lo van a estar entonces en lo más privado e íntimo, que nunca deja de verse influido y condicionado por esas ideas?

Besos revolucionados!

Antígona dijo...

Estimado Peletero, esos papanatas y no otros, al menos desde la perspectiva de la búsqueda de la igualdad, eran los hombres que vivían en 1933. O desde luego su gran mayoría. No había otros que elegir y, por tanto, no es raro que las mujeres de aquella época, a falta de algo mejor, se enamoraran de ellos. Por otro lado, ¿cómo esperar que los hombres fueran distintos en su relación con las mujeres? Si ni tan siquiera ellas, educadas en la universidad para cambiar los roles tradicionales, estaban en lo más íntimo a la altura de tales cambios, ¿cómo iban ellos a contribuir a propiciar unos cambios que nunca se habían planteado y que además pretendían romper con su posición de superioridad frente a las mujeres?

No podemos olvidar que el feminismo ha sido en sus inicios un movimiento impulsado únicamente por las mujeres, en la medida en que las privaciones que ellas experimentaban en el seno de una sociedad patriarcal eran mucho más notorias y dolorosas que las que hayan podido sufrir los hombres a causa de las también incuestionables limitaciones derivadas de la función que esa misma sociedad les asignaba. Y es necesario tener en cuenta que la posición de servidumbre adjudicada a la mujer frente al hombre no dejaba de favorecer a éste en muchos aspectos. No puede sorprendernos entonces la existencia de una resistencia, activa o pasiva, por parte del colectivo masculino ante los cambios que querían introducirse y que aún persiste de manera residual en los países occidentales y con toda su fuerza en otros países.

Es cierto que Katey, la que se casa con la baronesa, es de las ocho amigas quien con más claridad consigue deshacerse de los dictados y las convenciones de su sociedad. La película, más centrada en la decepción y el fracaso de las restantes, apenas nos cuenta nada de su vida ni del modo en que consigue aceptar y materializar su lesbianismo en la unión con otra mujer. Pero creo que en su posibilidad de ejercer su libertad juega un papel importante el hecho de que se trate de una rica heredera que ni necesita buscarse el sustento con su trabajo ni tampoco un marido que la mantenga. Desde ese punto de vista, tiene menos limitaciones que sus amigas para encauzar sus deseos. En una época como ésa, puedo imaginarme que el dinero, al margen de, indudablemente, otras cosas, sea capaz de permitir saltar por encima de reglas sociales de un modo cuya falta haría mucho más costosa.

Así que es cierto: como dices, la libertad es un bien caro que pocos pueden pagar. A falta de una fortuna personal para hacerlo, el precio, en una época en la que muy pocas personas estarían dispuestas a tolerar determinadas formas de vida, podría ser demasiado alto.

No creo, por otra parte, que esa gestión de la soledad esté exenta de prejuicios sociales. Todavía recuerdo a una tía mía ya muy mayor diciéndome lo difícil que podía ser la vida para una mujer que no tenía a un hombre a su lado. E incluso ahora, cuando nadie se atrevería a afirmar algo semejante, sigue siendo un hecho que uno de los problemas de la soledad es cargar con la opinión que los demás puedan tener sobre ella. Como si la soledad no pudiera ser una opción vital en lugar del resultado de la incompetencia para vivir en compañía o de la imposibilidad de dar con alguien que nos acompañe.

Un beso!

Antígona dijo...

Beneditina, yo también creo que, a la vista de ciertas cosas, hay motivos para no ser optimista. Pero vayamos por partes. Por un lado, después de más de veinticinco siglos de diferenciación de roles y funciones sociales para el hombre y para la mujer, y de dominio de aquéllos sobre éstas, creo que es pecar de cierta ingenuidad esperar que hombres y mujeres, en apenas unas pocas décadas, hayan podido aprender a comportarse según un cierto ideal de igualdad que no puede dejar de alterar infinidad de aspectos de sus vidas cotidianas. Más cuando, como decía en comentarios anteriores, todavía convivimos con generaciones de hombres y mujeres que han asumido y aceptado sin problemas esa diferenciación de roles y han educado a sus hijos e hijas para vivir en ellas. Hay tantas conductas que se aprenden por mera imitación. Y si en una casa son todavía la madre o la abuela las que hacen la comida y se encargan de las tareas domésticas mientras el padre se queda tranquilamente sentado en el sillón, no puede extrañarnos que, incluso si tratan de inculcar a su prole un modelo diferente, las hijas acaben mostrándose más dispuestas que los hijos a colaborar en casa. Y esto sólo por poner un ejemplo. Porque el modelo de referencia a la hora de emprender una relación de pareja no es otro que el que han representado los propios padres, la única relación de pareja que, a lo largo del montón de años que componen nuestra infancia, hemos visto de cerca y en su desarrollo en el día a día. ¿Nos extrañará también que, de haberse establecido esa relación entre nuestros padres de manera no igualitaria –lo más común, por otra parte, para los que ya tenemos cierta edad- no tendamos a reproducir sin darnos cuenta, en el caso de ellos, actitudes de dominio, y en el caso de ellas, actitudes de obediencia, es decir, las mismas que hemos contemplado e interiorizado durante todos esos largos años? No, no creo en absoluto que haya que extrañarse. Lo más lógico, incluso para quienes tienen una actitud más combativa al respecto, es que un día se sorprendan actuando tal y como lo hacían su padre o su madre. Porque esos aprendizajes de la infancia calan muy profundamente y nos moldean calladamente en lo más íntimo.

No quiero con esto decir que la reproducción de patrones aprendidos sea inevitable. La voluntad decidida de no reproducirlos, la mirada atenta sobre uno mismo y la reflexión son nuestras principales armas para modificar conductas que consideramos dañinas o indeseables. Pero todo ello requiere un esfuerzo y también tener muy claro por qué es necesario hacer ese esfuerzo, es decir, por qué deseamos huir de esos patrones: si los consideramos indignos, perjudiciales o limitadores de nuestra libertad.

Es verdad que el miedo a la soledad puede llevarnos a adoptar conductas que, de no tenerlo, de ser capaces de asumirla sin miedo, jamás nos permitiríamos. Pero creo que esa cuestión puede extenderse más allá de la cuestión de las diferencias entre géneros. Estar acompañado siempre exige ciertas renuncias. Más lo exigirá si la compañía que elegimos no es precisamente la que querríamos tener, sino la única que se nos ofrece.

(sigo abajo)

Antígona dijo...

Aunque no soy yo mucho de lamentarme por cosas que no se pueden cambiar, sí que reconozco haberme lamentado más de una vez no haber nacido hombre. Bueno, qué más de una vez, yo diría que cada mes cuando las hormonas empiezan a enloquecer :) No, fuera bromas, te entiendo perfectamente. Todos, hombres y mujeres, hemos salido perjudicados por esa distribución de roles que dicta cómo tenemos que ser y cómo debemos actuar según lo que tengamos entre las piernas, dado que nos ha impedido adoptar con libertad las actitudes y comportamientos en principio correspondientes al otro sexo. Pero las mujeres, si tal vez hemos salido ganando en ciertos terrenos con esa partición del mundo, está claro que perdimos mucho en lo que se refiere al ejercicio de la libertad. Y éste es un bien tan precioso que cualquier menoscabo en él no puede dejar de experimentarse como algo sumamente doloroso y hoy por hoy todavía costoso de recuperar.

En cuanto al optimismo o al pesimismo, bien, a mí también me deprime ver cómo muchas mujeres siguen asumiendo papeles de obediencia y sumisión frente a sus parejas, cómo se obsesionan con su maternidad y se vuelven incapaces de pensar en o de hablar de otra cosa cuando tienen hijos, o cómo chicas jóvenes se enorgullecen de que sus novios se celen porque llevan la falda demasiado corta. Pero creo que la única forma de no amargarse con esta cuestión es dejar de contemplar lo que hacen los demás y centrarse en uno mismo. En lo que uno quiere para sí y en lo que desea cambiar de sí para ganar la libertad perdida con independencia del resto del mundo. A fin de cuentas, nosotras tenemos, frente a nuestras madres y abuelas, una libertad con la que ellas nunca soñaron, pese a no ser completa ni quizá tan amplia como desearíamos. Pero disponemos de un margen de acción, de reivindicación, de afirmación que no debemos desdeñar. Y por fortuna convivimos también con hombres que en absoluto se sienten cómodos con la partición de roles y que apuestan tanto como nosotras por la igualdad. Quizá no se haya avanzado de manera generalizada con estos temas, pero no vamos a dejar de reconocer que sí se han producido avances que permiten, a quienes así lo desean, proyectar formas de vivir que nada tienen que ver con los de generaciones pasadas.

En fin, maja, que menudo rollo te he soltado, pero es que el tema siempre me ha preocupado y hacía ya bastante que no lo traía al blog.

Un besazo!

Antígona dijo...

Así, es Kooulau, es un libro de Andrés Neuman que me recomendaron porque venía acompañado de una crítica muy elogiosa de Roberto Bolaño, para mí uno de los grandes de este siglo. Quizá algún día, más adelante, hablemos de él. El personaje de Sophie Gottlieb es el de una mujer adelantada a su tiempo, con claras convicciones feministas en una época en que pocas libertades se podían permitir las féminas. Y lo que Andrés Neuman dice a través de ella me pareció muy acertado en relación a la película de Lumet.

Un beso!

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Así es, Dona, esas grandes revoluciones que intentan cambiar el mundo no pueden prosperar ni consolidarse con el tiempo si los individuos que lo componen no trabajan día a día por ellas también en el ámbito de lo privado. De poco vale, por ejemplo, que las universidades hayan abierto sus puertas a las mujeres y de hecho, hoy en día, haya en ellas más mujeres matriculadas que hombres y sean éstas las que mejores calificaciones obtengan si luego renuncian a seguir con sus carreras profesionales porque aún ponen por encima de cualquier otro objetivo en sus vidas el encontrar una pareja y tener hijos. Ésa tiene que ser una revolución personal que ninguna ley puede dictar. O si no se imponen sobre sus parejas para que la distribución de tareas domésticas sea igualitaria y no una responsabilidad mayoritariamente femenina, otra revolución plenamente privada que debe gestionarse en cada casa y fuera del amparo de ninguna ley. Por supuesto que no es fácil, porque las presiones sociales siguen existiendo, por un lado, y por otro porque la mayor dificultad suele residir en el enfrentamiento con uno mismo, en la necesidad de aceptar que todo cambio exige un precio, en ocasiones alto, que hay que pagar: defraudar a los propios padres, ser rechazado por otros, la soledad.

Besos!

Antígona dijo...

Así, es C.E.T.I.N.A., no puede haber revolución alguna si los sujetos que la emprenden no están dispuestos a aceptar todas las consecuencias que la realización de sus ideas revolucionarias conllevan, y todas las profundas transformaciones que acarrearán en sus modos de vida más cotidianos. Pero los seres humanos podemos ser profundamente incoherentes y proclamar y defender en el plano de las ideas lo que después somos incapaces de llevar a cabo en nuestra realidad más inmediata. Y por otro lado, creo que también somos profundamente resistentes al cambio. Los cambios nos asustan, nos descolocan, conmueven las muletas sobre las que cada día nos apoyamos y sentimos el peligro, real o irreal, del fracaso y la caída. De repente, cuestionadas ciertas premisas, ya no sabemos cómo actuar ni qué debemos hacer. Hay que ser valiente para enfrentarse al vacío que siempre supone la pérdida de referentes. Más, como dices, en tiempos de crisis, en los que pilares fundamentales de nuestras vidas se tambalean y tendemos a dejarnos vencer por el miedo.

Besos contra el miedo!

El peletero dijo...

Así pues, querida Antígona, ¿a la mayoría de mujeres no les queda más remedio que enamorarse de papanatas porque la mayoría de hombres lo son? ¿Se puede deducir de ello que esta es también la situación en los países árabes donde las mujeres siguen discriminadas?, ¿están ellos, como en casi todo el planeta, poblados mayoritariamente por hombres papanatas?

¿La condición de víctima te hace más inteligente?

Ya sé que es una manera, como tantas, de coger el rábano por las hojas, pero no deja de ser gracioso y triste al mismo tiempo que las víctimas lo sean por culpa del papanatismo. No creas que hago ironía, Dios me guarde, soy un ferviente convencido de que una de las fuerzas más poderosas de la historia es el papanatismo de, permíteme la generalización de género, las personas, o los “humanes”, como dice Mosterin. Mis apreciados Jordi Barbeta y Quim Monzó ya hace tiempo que le pusieron nombre a una de las corrientes más entusiastas de la modernidad, la IPP, la Internacional Progresista Papanatas, que demuestra que siempre es peor un tonto que un malvado.

Besos.

NoSurrender dijo...

Ay, qué gran película, Doctora Antígona. Bueno, en realidad todas las de Lumet lo son. Un cineasta no sólo bueno en todas sus películas, sino muy inteligente y, lo que es más extraño en el mundo del cine, con algo que decir. Esta historia podría filmarse hoy mismo también porque los discursos de las costumbres son implacables y no se superan por muchas décadas que pasen.

Hoy en día el feminismo ha conquistado grandes cotas, de eso no cabe duda y nos felicitamos todos los que amamos mujeres. Pero se ha perdido en senderos de demandas que más parecen las demandas legítimas de cualquier lobby (dinero, cuotas, prebendas) que una ideología que aboga por la revolución de la igualdad (trabajo, paternidad, poder). Me viene a la cabeza la filósofa feminista Elisabeth Badinter, a quien llegan a acusar de “neomachista” por poner en tela de juicio las leyes que consideran a la mujer como un ser inferior, o revelarse contra el discurso de la costumbre de que la violencia es un patrimonio biológico del hombre.

Un beso, doctora Antígona!

¿A mí qué? dijo...

Antigona, me encantan tus respuestas.
La libertad está en la independencia económica. No necesitar engañar, engatusar a otr@ para tener lo que quiero. Debe ser cruel soportar a alguien porque necesitas su dinero. Lo que vives, en el ejemplo de los que te rodean, es lo que de verdad te queda. Hay mujeres que han estudiado carreras porque lo hacian todas, pero sin ninguna meta personal. Otras, han preferido buscar un marido con talento para ganar dinero y ellas quedarse en sus casas. Otras, quiere imitar lo degradante del comportamiento de los hombres porque creen, que en ese comportamienta esta la libertad. Otras, están tan ricamente solas porque prefieren la soledad a estar con alguien que no quieren con toda el alma y que tampoco las quiere a ellas. Me quedo con estos tiempos, estoy agradecida de haber nacido en ellos, y no unos años antes. En la actualidad y hace ya 20 ó 30 años, que una mujer puede hacer con su vida lo que le plazca, seguir la voz de su propio corazón, estar sola o acompañada siendo dueña de su propio destino.

Antígona dijo...

No me tergiverse, estimado Peletero. Si aquí el papanatismo significa creer que los hombres están destinados a mandar y a llevar una vida pública y las mujeres a obedecer y a dedicarse a la vida doméstica, los hombres del año 1933 no podía ser sino unos papanatas. Y la mayoría de las mujeres también, cómo no. El papanatismo no suele distinguir entre géneros, ni tan siquiera con la cuestión de género, y en las relaciones desequilibradas los miembros que las componen suelen ser igualmente responsables del desequilibrio aunque lo disfruten o sufran desigualmente. Las mujeres del mundo islámico son también hijas de ese mismo mundo, y supongo que su gran mayoría, alentadas por el ejemplo de sus madres, y por toda una sociedad que refuerza sus papeles, se acomodan como pueden a una situación que sólo nosotros percibimos claramente como discriminatoria. ¿O puede explicarse si no que en Francia se persiga a las familias que aún practican a sus niñas la ablación del clítoris? Porque en Francia nadie obliga a semejante ritual sangriento. Son las familias mismas, hombres y mujeres, los que aún obedecen a su ancestral influjo.

Así que no, la condición de víctima no te hace más inteligente. Te hace víctima y punto. Aunque sí es cierto que te puede hacer más rebelde si se logra ser consciente de esa condición de víctima.

Tendría que averiguar mejor a qué le llaman Jordi Barbeta y Quim Monzó “papanatismo”. No sabía yo que el término estuviera tan en boga últimamente.

Más besos!

Antígona dijo...

Pues sí, doctor Lagarto. No es mi favorita de Lumet, me quedaría mucho antes con “Doce hombres sin piedad” o “Network”. Pero a su muerte se ha hablado ya mucho de ellas y yo he querido brindarle mi pequeño homenaje recordando otra película de él menos conocida pero que igualmente merece verse. Personalmente creo que esta historia, tal cual, no podría filmarse hoy, pero ante su visión uno no puede dejar de plantearse que aún quedan conquistas, si no por iniciar, sí por consolidar o por que se generalicen a la mayoría de las mujeres. Y a esas conquistas también tienen que contribuir los hombres. No estamos en una lucha de género contra género, sino en un frente común en aras de una convivencia más armónica e igualitaria entre hombres y mujeres.

Usted sabe perfectamente que en esta página siempre he sido muy crítica con esas corrientes actuales del feminismo que flaco favor le están haciendo a sus ideales originales y que van a acabar provocando una verdadera guerra de sexos al reclamar que la igualdad debe pasar por el privilegio y la prebenda injusta que sólo infantiliza a las mujeres. Parece como si la revolución de la igualdad se hubiera estancado en manos de esta revolución trastornada de la diferencia que, a mi juicio, nos perjudica a todos, hombres y mujeres. Precisamente el otro día escuché una entrevista en la radio a esta filósofa y entusiasmada por oír de su boca lo que yo siempre he defendido estuve buscando información sobre ella. Me ha causado una enorme alegría descubrir que precisamente una mujer, culta y preparada, que se dice discípula de Simone de Beauvoir, arremete con contundencia contra las perversiones del feminismo actual y advierte de los peligros de seguir por esa senda. Pero me ha entristecido ver las reacciones que su discurso ha provocado por la red, sobre todo ante el tema de la maternidad y del revival de la tiranía del amamantamiento que por lo visto se está produciendo en los últimos. Hoy por hoy es tachado de neomachista cualquiera que ponga en cuestión la ley de la violencia de género o se atreva a afirmar que la violencia no es patrimonio del sexo masculino, así que yo misma podría ser calificada de tal. Pero qué le vamos a hacer, no puedo identificarme con un discurso pretendidamente feminista que no comprende algo tan simple como que acabar con la discriminación laboral de la mujer por su maternidad exige conceder a los hombres que tienen hijos un tiempo idéntico al de ellas por baja de paternidad.

Un beso, doctor Lagarto!

Antígona dijo...

¿A mí qué?, la independencia económica es un factor importantísimo, pero a la vista de lo que sucede hoy en día, diría que no suficiente. Son muchas las mujeres que disponiendo de esa independencia económica no exigen con la firmeza necesaria el reparto en las tareas domésticas, en el cuidado de los hijos o de los padres cuando se hacen mayores. Son muchas aún las mujeres que, trabajando fuera de casa y ganándose su sueldo, siguen poniendo su carrera profesional por debajo de las de sus parejas o haciendo sacrificios para que éstos triunfen. Son esas actitudes, esas concesiones, ese espíritu de sacrificio o esa dedicación a la maternidad en la que se sienten protagonistas absolutas a la vez víctimas sin ser capaces de reclamar un idéntico compromiso por parte del padre los que aún tienen que cambiar.

Pese a todo, yo también estoy agradecida por haber nacido en estos años. Pero también estoy atenta, porque me he educado en una casa en la que mi madre le preparaba la ropa cada mañana a mi padre y por poco no le llevaba las zapatillas al salón. Y no puedo haber sido inmune a eso aunque sea en aspectos de mí misma que igual se me escapan. La cuestión es tener muy claro que, en efecto, todos, hombres y mujeres, deseamos ser dueños de nuestro propio destino. Que nadie, ni tan siquiera nosotros mismos, nos lo impida.

¿A mí qué? dijo...

Antigona, ¡ojalá sepa escribir lo que siento!
¿Qué es triunfar?
La independencia economica te da la libertad de elegir. Antes, no podías elegir, te lo adjudicaban.
¿Quién te lo adjudicaba?
Padres, maridos, hijos egoistas que no tenían ni la más remota idea de lo que significa amar.
El siervo se hace necesario al amo, para que no sea vendido a otro. El hacer del amo un inutil, que no sabe valerse por si mismo le da poder al siervo aunque el amo, en su prepotencia, lo ignore. Ambos, amo(señor), siervo no tienen ni idea de lo que significa amar. Crean dependencias enfermizas desconocen el poder del amor.
Exigen con firmeza...
Cuando quieres a alguien con todo tu corazón y con toda tu alma, cuidarlo, compartir sus alegrías y sus tristeza es lo más grande y enriquecedor para ti. Todos quieren estar a su lado y cuidarlo. ¿Dónde está el amor en el que exige y a los que va dirigido esa exigencia?
Son victimas siempre que lo hagan a la fuerza, por obligación, sin amor.
Tanta mentira ha hecho que todo sea confuso, que no existe sacrificio si hay amor y el sacrificio sin amor es la muerte.
No sé si habre sido capaz de contar lo que siento.

Antígona dijo...

¿A mí qué? Yo creo que te entiendo. Lo único que decía, sin quitar un ápice de importancia a la independencia económica, es que hacen falta también otras formas de independencia tal vez más difíciles de conseguir. Tú misma lo has sugerido: a veces se generan dependencias emocionales o afectivas que nos pueden llevar a persistir en una relación con alguien que no nos quiere, o que no nos respeta, o que no nos trata del modo en que nos gustaría que nos trataran. Y tales dependencias, siempre esclavizadoras, pueden convivir sin embargo perfectamente con la independencia económica de los miembros que componen la relación.

Por otra parte, quita el “exigir con firmeza” y sustitúyelo por “hacerle comprender al otro la necesidad del reparto…”. Porque hay muchos hombres que, por más quieran a sus mujeres, se dejan vencer por el prejuicio heredado de que son ellas las que prioritariamente deben ocuparse de las labores domésticas o del cuidado de los hijos.

Y es que no es fácil estar a la altura de lo que significa la palabra amor, palabra sujeta a la infinidad de perversiones que engendran nuestras muchas debilidades. El que dice haber matado a su mujer por amor, está convencido de quererla o haberla querido, y se equivoca. Como se equivoca, a mi juicio, quien por amor permite que el otro se comporte como un ser egoísta que nunca piensa en las necesidades de su pareja, por ejemplo, o cuida a quien no es capaz de cuidarle.

El amor puede malentenderse y convertirse en una enorme trampa. Por eso pienso que los humanos nunca dejamos de estar involucrados en el ejercicio de aprender a amar, y aprender lo que significa el amor al margen de sus tergiversaciones.

¿A mí qué? dijo...

No quiero molestarte más y abusar de tu amabilidad. Entiendo todo lo que dices. Para mi amar es ponerse en el lugar del otro. Querer para él lo mismo que quieres para ti mismo. Quien te hiere, quien te mata no te quiere. Quien te deja con todo el trabajo, no piensa en ti, ni te quiere ni pizca. Quien te deja que cuides sólo a tus hijos y a tus padres y no piensa que necesitas vacaciones y dedicarte a ti mismo, tampoco sabe que es amor. ¿Cómo le pides amor a alguien que no tiene la más remota idea? ¿Dejando abandonados o en manos ajenas, a quien tú más quieres? ¿Te acuerdas de esa historia que contaban que dos madres decían que un mismo niño era su hijo? Salomón decidió cortarlo por la mitad y la que cedió para que no lo mataran fue la que de verdad lo quería. Quien ama, a los ojos de los que no aman es tonto, perdedor, desgraciado, bueno... Si no hubiera personas que ceden por amor frente al egoismo horrible, ¿que sería de la vida? Por eso te decía al principio que la independecia económica te permitía no soportar a tanto egoista. La dependencia emocional no es cosa de mujeres o de hombres, depende de cada cual. Cuando cedes ante el egoista, no por eso te valora más, creo que te desprecia más. Los amos siempre desprecian a los siervos y los siervos a los amos, porque ambos se necesitan pero no se quieren.

Antígona dijo...

Pues entonces estamos básicamente de acuerdo en todo, ¿A mí qué?, porque suscribo plenamente esa definición del amor como el ponerse en el lugar del otro. Aunque no sólo del amor: cualquier principio ético se sustenta sobre esa capacidad, real o hipotética, de ponerse en el lugar del otro y no desear por tanto para él lo que no se desea para sí. Pero en el amor especialmente para no caer en esas trampas de las que hablaba antes.

Y sí, por supuesto que la dependencia emocional no depende de los géneros, sino de los individuos. En ningún caso he querido decir otra cosa.