miércoles, 7 de octubre de 2009

Perspectivas


El tren se detiene. Esther y Victor salen por la puerta del mismo vagón sin reparar el uno en el otro. Tampoco han reparado en su mutua presencia durante el tiempo en que han viajado juntos, separados apenas por una fila de asientos, pese a los más bien escasos viajeros y los aún más escasos que se han apeado en esa estación. Sobre los párpados de Esther pesan demasiado las pocas horas de sueño, conciliado a intervalos irregulares durante el trayecto nocturno, interrumpido cada vez en sobresalto ante la posibilidad de perder el enlace en la capital, como para fijarse en sus compañeros de viaje o destino. Por su parte, Victor despierta ahora bruscamente al mundo de un largo monólogo interior, teñido de nostalgia y desánimo, que se ha disparado en su cabeza en el momento en que ha subido al tren, alejándolo de su presente más inmediato.

Victor va delante y su paso es nervioso cuando atraviesa las barreras automáticas de seguridad. Esther se demora, buscando desorientada esas mismas barreras y aferrando fuertemente con la mano izquierda su desvencijada maleta con ruedas. Ya fuera de la estación, Victor empieza a andar con decisión. Nunca antes ha estado allí, pero recuerda perfectamente las indicaciones recibidas, en extremo sencillas. Esther saca del bolsillo de su cazadora un rudimentario mapa trazado a lápiz y lo observa durante unos cuantos segundos. Mira después a su alrededor, dudando si abordar a alguien a quien preguntar. Pero finalmente vuelve a echar un vistazo al mapa, lo guarda y se encamina algo vacilante en la dirección que ha tomado Victor.

Victor mira de pronto el reloj y comprueba que aún es temprano. Enciende un cigarrillo, exhala una profunda bocanada de humo y su paso se relaja. Sus sentidos comienzan a abrirse a las calles desconocidas por las que avanza, al escenario que delimitan sus edificios, a los viandantes anónimos que se cruzan con él. Conforme sus ojos se van deslizando de unos a otros, lo va embargando poco a poco una incipiente irritación que se entremezcla con el renacer del desánimo experimentado en el tren. ¿Y a esto lo llaman ciudad? La larga calle por la que camina le resulta estrecha para la altura de los bloques uniformados de viviendas, en los que el ocre anodino, repetitivo, de los ladrillos aparece salpicado a tramos por el colorido caótico de la ropa tendida. Los comercios, aún cerrados a esas horas, muestran un aspecto caduco, antiguo. Bajo los letreros polvorientos y toscos que anuncian sus nombres, escaparates semicubiertos por enrejados donde las marcas de óxido acusan el paso de los años. Dejan ver géneros de diversa índole -fruta, zapatos, accesorios de costura, ropa femenina barata y pasada de moda, material de papelería- presentados con nulo sentido de la estética. Suelos gastados, mostradores deslucidos. Otros, de cristales opacos a fuerza de mugre, revelan en las cajas desperdigadas en desorden por el suelo, en los estantes vacíos, los signos inequívocos del fracaso, de la huida en pos de mejores posibilidades. De cuando en cuando destaca, entre la antigualla mantenida y la ruina olvidada, algún local de nueva factura: una entidad bancaria cuyo diseño copia a las de cualquier otra ciudad; una panadería recién reformada, rebosante de luz; una conocida pizzería que sirve pizzas a domicilio. Pero el contraste le parece triste, hiriente. Como si esa evidencia de la efectiva llegada del progreso a un territorio esencialmente detenido en el tiempo sólo indicara la urgencia por ofrecer a sus habitantes un falso consuelo por no haber tenido más remedio que seguir anclados al suelo que otros abandonaron. Tendría tiempo todavía de tomar un café. Pero el exterior destartalado de cada uno de los bares abiertos que deja atrás, su pequeñez, la iluminación macilenta de su interior, le han quitado las ganas. También los rostros herméticos, inexpresivos, que adivina desde la calle en sus clientes.

A unos veinte metros de distancia, Esther sigue sin darse cuenta los pasos de Victor. Camina despacio. Le sorprende la suavidad con que se deslizan las ruedas de su maleta prestada por el cemento perfectamente pavimentado de la calzada cuando cruza alguna bocacalle. Percibe con agrado la amplitud de la calle, el ronroneo de los coches que a cada tanto la recorren lentamente. Las elevadas y curvas farolas que probablemente acaban de apagarse. Mira hacia lo alto y contempla los edificios de cinco plantas, sus balcones idénticos pintados de verde oscuro, sus persianas medio bajadas en las ventanas. Va identificando en silencio los negocios que se deslizan a su lado: una frutería, una zapatería, una corsetería. No son tan diferentes a los del pueblo vecino al suyo donde solía ir de tiendas. Pero aquí parece haber muchos más, y los que acaba de ver son claramente más amplios, más vistosos. En una tienda de ropa, el maniquí del escaparate viste un conjunto vaquero y una camiseta violeta con brillante pedrería que seguro le sentaría bien. Al pasar junto a una papelería observa regocijada las ordenadas pilas de cuadernos, de diversos tamaños y colores, que se acumulan en los estantes cercanos a la puerta, los archivadores en los estantes más altos. No debe de hacer ni dos días que han inaugurado esa oficina bancaria, se dice. Un poco más adelante, los modernos y potentes halógenos en el techo de una panadería le permiten detener los ojos en los variados bollos, cuidadosamente alineados sobre bandejas de papel de bordes decorados, tras vitrinas de aspecto limpio y reluciente. Se fija en la chica que se mueve tras el mostrador, posiblemente de su misma edad, enfundada en una elegante camisa azul y un delantal blanco. En la siguiente esquina descubre un establecimiento de la franquicia que vende pizzas a domicilio. También había una en el pueblo vecino al suyo, y sus amigas y ella cenaban allí con frecuencia cuando salían. Le ilusiona la idea de disponer de ese establecimiento en la ciudad en la que vivirá, en su propia ciudad. La idea de pedir una pizza cuando le apetezca sin tener que moverse de su propia casa. Y de buena gana se tomaría un café en cualquiera de los bares que ha dejado atrás. Pero no desea empezar ya el día gastando dinero y tampoco quiere llegar tarde.

Victor reconoce en la lejanía el edificio blanco que marca el final de su trayecto. Se detiene unos segundos, emite un largo suspiro y reanuda la marcha, esforzándose por vencer el mal humor y la tristeza que lo han invadido durante el trayecto. Desea causar una buena impresión al encargado de la lavandería del hospital. Recompone en su cabeza las frases que tiene que decir mientras su corazón maldice silencioso su suerte por no haber logrado encontrar trabajo en la capital. Si todo sale bien, regresará allí esa misma tarde a recoger sus cosas y a despedirse de sus compañeros de piso y estará de vuelta en casa de su primo por la noche. Intenta refugiarse en la perspectiva de que al menos estará trabajando cerca de él, de los amigos que haya podido hacer aquí, en esto que llaman ciudad. En la convicción de que se trata tan sólo de una estancia provisional hasta que consiga un adecuado dominio del idioma. Entonces se trasladará de nuevo a la capital, buscará un trabajo mejor y podrá matricularse en el politécnico para finalizar sus estudios de ingeniería. Tan sólo le queda un año. O al menos eso es lo que le quedaba en el politécnico de Benin City, allá en su Nigeria natal. La que lo ha visto crecer a lo largo de veintidós de sus veintitrés años y tanto añora.

Un par de minutos después, Esther asciende las escaleras del mismo edificio blanco. Debe dirigirse a la cafetería. Allí la espera la mayor de sus primas, que ha tenido la suerte de hacerse cargo del negocio hace unos meses y para la que trabajará detrás de la barra. Ojalá lleve un uniforme tan bonito como el de la chica de la panadería. Y estando en un hospital debe de ser una cafetería amplia, limpia y moderna. No como el asqueroso bar de sus padres, que ya se cae a pedazos, donde servía siempre a los mismos parroquianos, viejos y agriados como sus padres. Los va a echar de menos, a sus padres. También a sus amigas. Ya en el tren echaba de menos el modo de hablar característico de la gente de su provincia, Cáceres. Aquí la gente habla distinto, como el marido de su prima. Sin gracia, como si cortaran las palabras con unas tijeras, en lugar de arrastrarlas. Pero no soportaba vivir por más tiempo en el pueblo, tan ridículamente pequeño, tan falto de comodidades. Donde cada esquina, cada rincón, olía a decadencia, abandono y miseria. Por qué no se esforzaría más en el instituto. Aunque para qué, si sus padres no hubieran podido costearle otros estudios. Quizá pueda hacerlo ella misma más adelante. Terminar el bachillerato o aprender algún oficio. Aún es joven. Pero si acaba de cumplir veintitrés años.

21 comentarios:

Apolonia dijo...

Hola Antígona. Me ha entrado curiosidad por leerte en los comentarios del blog de Duschgel.

He dado una vueltecita rápida por aquí. Otro día con más tiempo releeré algunas cosillas.

Donde sí me he detenido ha sido en tu último texto. Chica de pueblo, chico de ciudad. Las dos visiones de la madrugada de un lugar a mitad de camino de los que ambos proceden. Me ha gustado mucho. Muy sencillo y directo. Personajes bien construídos.

Con tu permiso te seguiré leyendo.

Un beso.

Antígona dijo...

¿Pero esto qué es? :S

Antígona dijo...

Vaya, nos hemos cruzado, Esencial. Por supuesto, mi anterior comentario se debía al "mensaje cifrado" de Lionel Messi.

Me alegro de que te haya gustado el texto. Y por supuesto que tienes mi permiso para seguir leyendo, aunque espero que no te aburras demasiado, que cada vez me excedo más en la extensión de los post, ay!

Bienvenida a esta casa y siéntete como en la tuya.

Un beso!

iliamehoy dijo...

Un mismo destino, de una misma generación pero dos mundos muy distintos y distantes.
Maravillosa recreación de personajes y emociones.
Una sonrisa

Gato dijo...

Antígona, ánimo con tus incursiones extrañas en los comments. Yo tengo a un montón de japoneses troyeandome un post, :D.

Que me ha gustado mucho la presentación de los dos personajes... muy cinematográfica.

Ines dijo...

Lo que determina todo al final es de donde venimos, el origen es lo que cambia la perspectiva .
Estpenda como siempre .Un placer leerte .
Besos

BACCD dijo...

Me ha encantado ese paralelismo que has trazado. Y es que los ojos son los que acaban determinando cómo son las cosas. Subjetivamente, eso sí. Lo que para una es una puerta al futuro, algo grande, nuevo, para otro es irritante y limitante, pasajero. Y ahí nos movemos todos continuamente, en la relatividad pura.

Si ambos acaban trabajando en el hospital, tal vez se crucen. Y ella quizás se encandile con lo exótico del muchacho y éste quizás piense en lo pueblerina que se la ve. Pero quién sabe, esto ya sería otra historia.

Un beso, querida Antígona

Neo dijo...

Está bien claro que se van a liar en el tercer capítulo, jajaja

carrascus dijo...

Leyendo tu precioso texto me han venido a la cabeza recuerdos lejanos de mis tiempos de mili, allá por 1.980.

Era en Madrid, y lo que para muchos de nosotros era una estúpida pérdida de tiempo y un desagradable parón en nuestras vidas, para otros era un encuentro con con un mundo increíble más allá de los campos y los tractores, que solo atisbaban a través del televisor de dos cadenas que tenían en su casa.

Para mí fue un verdadero shock entender la vida que llevaban en sus pueblos dos de los chavales más cercanos a mi camarilla de amigotes...

La vida discurre por círculos infinitos que la hacen pasar varias veces por el mismo sitio...

Un beso, Antígona.

c.e.t.i.n.a. dijo...

!Qué complicado es juzgar algo con objetividad! Si ni tan siquiera somos capaces de hacerlo con las ciudades, ¿cómo vamos a hacerlo con las personas?

Al final resulta que por muy libres que creamos ser todos acabamos siendo prisioneros de nuestros de nuestras experiencias.

Un gran texto, casi se podía oler la ciudad.

Un beso

NoSurrender dijo...

Es más fácil ser Esther que Víctor ante la amenaza de la nueva ciudad, pero supongo que no podemos escoger el papel. Arrastramos todo un pasado con nosotros, y es ese pasado el que marca las expectativas, que es lo único que importa para hacernos sentir mejor o peor, independientemente de la realidad que nos acoge.

En este sentido de las expectativas, me ha sorprendido mucho que sea quien viene de Nigeria (uno de los países más pobres y con menos cohesión social del planeta) quien las tenga más altas, quien arrastre un pasado comparativo más “civilizado”. Pero es que es cierto que no faltan licenciados universitarios en el tercer mundo. Y que la puerta que Europa les abre no les va a reconocer casi nunca su categoría profesional, porque la condición de emigrante es socialmente más fuerte que cualquier titulación superior.

En fin, les deseo a los dos, Esther y Víctor, un futuro mejor que su pasado. Será más difícil para Víctor, pero confío en su capacidad de lucha. ¡Y en que encuentre cafés mejores en otras partes de la ciudad!

Un beso, doctora Antígona!

Antígona dijo...

Iliamehoy, los personajes comparten generación y también, en cierta medida destino. Pero es el hecho de que provengan de dos mundos, como tú misma dices, tan distintos y tan distantes, lo que hace que no puedan experimentar su destino de la misma manera. Para Victor, ese destino es degradación, pérdida con respecto a lo que ya tenía, quiebra de ilusiones. Para Esther, justamente lo contrario.

Gracias por tus palabras y un beso!

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Gato, es la primera vez que me ocurre esto de las incursiones extrañas. Aunque hubo una época, ya bastante lejana, en que uno de esos que llaman trolls en este mundillo se pasaba con frecuencia por aquí. Y te aseguro que sus incursiones eran aún más extrañas!

Pues me alegro de que te haya gustado. La película puede seguir en tu cabeza y el guión es libre en todo lo que queda ;)

Un beso!

Antígona dijo...

En efecto, Casilda, no se podía expresar mejor. Nuestro punto de mira, la perspectiva siempre única desde la que contemplamos las cosas, viene marcada por nuestra también única biografía, por su origen y los pasos de su trayectoria. No hay, en el fondo, dos perspectivas idénticas, por más que a veces tendamos a olvidarlo.

Un placer tenerte a ti por aquí.

Un beso!

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Pues sí, Dusch, tú lo has dicho: pura relatividad, al menos en lo que se refiere a lo que representa para nosotros la realidad. Y ese qué representa lo marca una mirada siempre ya configurada de antemano, siempre ya dotada de un modo de mirar que portamos con nosotros, que se constituye al contacto con lo que vemos en juego con un “antes” del que no podemos sustraernos. La mirada de Esther se llena, al contacto con lo que ve, de esperanza. La de Victor de desaliento. Pero ninguno de ambos es responsable de esas sensaciones. Los ojos de cada uno de ellos ya están hechos de una determinada manera en función de sus respectivas vivencias.

En cuanto al final de la historia, es verdad, quién sabe. Que cada cual imagine lo que más le apetezca. El exotismo atrae, pero lo ajeno, tanto desde una perspectiva como desde la otra, también genera miedo y se percibe con múltiples prejuicios.

Un beso grande, guapa!

Antígona dijo...

Neo, que no hay tercer capítulo. Ay, las series, qué daño le están haciendo a tu cerebro :P

Un beso!

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Muchas gracias, amigo Carrascus, por compartir aquí tus recuerdos con nosotros.

La historia que cuentas tiene, en efecto, mucho que ver con lo que les sucede a los protagonistas de esta historia de primeras impresiones. Porque también para Victor su estancia en esa ciudad que no es la capital representa, de entrada, una pérdida de tiempo y un parón en la consecución de los objetivos que desea lograr. Mientras que para Esther supone más bien una entrada en la “civilización” urbana que anhela desde hace tanto. Puedo imaginarme perfectamente el shock que sufriste. El mismo que tendría Victor si pudiera ver por un momento a través de los ojos de Esther esos mismos espacios que han ido recorriendo casi al unísono.

Quizás las diferencias entre los modos de vida tiendan a diluirse cada vez más en este mundo globalizado donde los vaqueros y la cocacola se han vuelto productos de presencia universal casi en cada rincón del planeta. Pero aún existen. Y a veces mucho más cerca de nosotros de lo que nos pensamos.

Un beso!

Antígona dijo...

Me temo, C.E.T.I.N.A., que muy pocas cosas se pueden juzgar con verdadera objetividad más allá del cuánto suman 2 y 2 o del lugar en que caerá un determinado proyectil de X peso y arrojado con una fuerza Y. En casi todo lo demás, la subjetividad juega un papel fundamental, y nunca lograremos librarnos del todo de ella por más que lo exijan las circunstancias del caso.

Tienes toda la razón: somos prisioneros de nuestras experiencias, que determinan sin duda nuestra manera de ver el mundo desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Pero también podemos tratar de cambiar esa mirada, o de matizarla, cuando nos damos cuenta de que hay otras. Es imposible ponerse radicalmente en la perspectiva del otro. Pero sí es posible hacer un esfuerzo por entenderla, lo cual, a mi modo de ver, no puede dejar de alterar en cierta medida nuestra propia mirada.

Espero que a tu nariz haya llegado el aroma de los bollos de la panadería, y no el olor a viejo de los comercios abandonados ;)

Un beso!

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Pues sí, doctor Lagarto, si yo tuviera que representar a alguien en esta escena, me quedaría sin dudarlo con el papel de Esther. Pero sólo en esa escena, dado que sus impresiones son más gratas por la pobreza de sus orígenes. Victor lo está pasando peor, claro, pero sencillamente porque, en ciertos aspectos al menos, ha conocido mejores entornos, porque su punto de partida es más amable que el de Esther. Pero es cierto, no podemos escoger el papel, al menos el que arrastramos de nuestro pasado. En lo que después hagamos a partir de él ya hay un cierto margen de elección. A fin de cuentas, Esther podía haber permanecido toda la vida en su pueblo de Cáceres y Victor en su Nigeria natal. Pero ambos desean algo mejor para sí mismos. Eso es lo que condiciona, junto con sus respectivos pasados, la ilusión de Esther ante la nueva ciudad, y también la decepción de Victor, que tiene miras más altas.

Me alegro de que este detalle de la historia le haya llamado la atención, doctor Lagarto. Tal y como pensé la historia originalmente, Victor, nigeriano, era el ilusionado y Esther, española, la defraudada. Pero luego pensé que ésta era una visión demasiado tópica. No todos los que reconocemos como inmigrantes por las calles, por su diferente color de piel fundamentalmente o sus rasgos diferenciales, son como tendemos a creer. No en todos hemos de presuponer de antemano que, se les ofrezca lo que se les ofrezca, habrán mejorado su situación de partida. Los tópicos funcionan porque se aproximan bastante a la realidad. Pero no cubren ni de lejos todo el espectro de posibilidades que se albergan en esa realidad. Por lo visto, al menos hace unos diez años, entre los inmigrantes nigerianos había muchos casos como el de Victor: personas formadas, universitarios, andaban en busca de oportunidades que su país no podía ofrecerles y que acababan aquí desempeñando cualquier empleo marginal que en absoluto se correspondía con su formación. Me parece una experiencia muy dura y puedo entender perfectamente la tristeza de Victor.

Victor tendrá muchas más dificultades que Esther para que sus deseos se cumplan, sí. El idioma, los múltiples prejuicios por su diferente cultura y su proveniencia del tercer mundo… Pero quien es capaz de recorrer tantos kilómetros para labrarse un mejor futuro no puede carecer de capacidad de lucha. Y lo de los bares, ¡fundamental! Es necesario para sentirse bien en una ciudad encontrar bares acogedores. Usted, que siempre nos hace saber cuánto le gusta la cerveza, debe de saberlo bien :P

Un beso, doctor Lagarto!

Margot dijo...

Ays de las perspectivas, de nuevo coincidimos querida Antígona, me traen de cabeza! ellas y los puntos de fuga que a veces las acompañan... más de una vez escribí sobre ella, como punto de partida literario me parece muy seductor, verdad?

Imagino que por lo mismo que se lee en tu texto: la divergencia, la subjetividad al contemplar un mismo plano y como esa subjetividad cambia el cuadro dependiendo de la perspectiva que le apliquemos... yo diría que Victor le aplica una un tanto esquinada y sin embargo la de Esther se amplía sin problemas. Y es que la mirada es tan importante como la intención que ponemos sobre ella y la intención... a veces la puede cargar el diablo, no? Entendiendo por tal la mochila de vivencias que todos llevamos a cuestas y siempre es su peso la que inclina nuestra cabeza haciéndonos ver una perspectiva u otra... o más de una en algunas ocasiones!

Ays de las mochilas, sí.

Y ya no sé si deliro, tú que crees? jajaja.

Me encantó tu perspectiva!!

Besos en tres dimensiones!

Miss.Burton dijo...

La palabra perspectiva es una de mis favoritas. Alucinante la sensación de poder alejarse de todo, y tomar conciencia de las cosas, pero... determinados por un pasado que nos condiciona, un presente que pesa, y un futuro que no vemos... las perspectivas suelen ser tan subjetivas que tampoco son válidas en casi todos los casos.
Lo importante, es el origen, como bien dice Churra.
Me ha encantado la historia, Victor la tiene acabada, pero Esther... empieza de nuevo. Me quedo con Esther, porque yo empecé ya muchas veces de nuevo, y aunque sea jodido, es alentador y se crece sin parar. Ya sabes, hostia, palante, y experiencia a las espaldas para afrontar las cosas con mas inteligencia.
Un bso fuerte, nos vemos en los bares, amiga¡¡¡¡¡¡

Neo dijo...

Yo tengo duda si la mejor perspectiva es la cilindrica o la caballera; desde luego la mayoría de la gente la tiene cónica, jaja (todo esto es cierto).
Besos cenitales!

David dijo...

Hola, Antígona: Tienes razón. No lo solemos notar, pero estamos en lo que vemos. Espero que a Esther y a Víctor les vaya bien. Saludos

Antígona dijo...

Claro que es un punto de partida extremadamente seductor, querida Margot. A fin de cuentas, nada más literario que tratar de exponer cómo son las lentes por las que cada cual contempla el mundo y todas las diferencias que a través de esas lentes se perciben. Que son muchas. Tantas, como seres humanos existen. Pero, por fortuna, no somos mónadas sin ventanas, como decía Leibniz. O no del todo. La literatura siempre nos permite asomarnos por un momento a la ventana del otro y tratar de ver la realidad a través de ella.

La mirada de Víctor, tienes razón, no puede ser más que esquinada. Pero diría que él no la ha elegido. La lleva ya encima como esa mochila que mencionas y si acaso, podrá tratar de corregirla o modificarla con el tiempo y paciencia. Corrigiendo tal vez su intención para amoldarse a la nueva ciudad y a las nuevas circunstancias que le rodean. Sin embargo, no creo que de su primera impresión pueda ser responsable. La viene dada, como le vienen dados sus ojos, la biografía que los ha moldeado.

Y no, no me parece en absoluto que delires, Margot. Más bien me parece que las perspectivas que particularmente aportas se corresponden con una mirada… ¿cómo decirlo? ¿muy bien amueblada? ;)

Besos perspectivistas!

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Me gusta, Delirium, el modo que en has caracterizado pasado, presente y futuro. Parece digno de un aforismo filosófico! Porque, en efecto, no son sólo el pasado ni el presente los que condicionan nuestra mirada, sino también el futuro. Un futuro que, en efecto, no vemos, pero que no podemos dejar de imaginar de una manera u otra, y esas imágenes, esas expectativas, conforman también nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestras esperanzas o nuestras decepciones. Y qué crueles son, a veces, las expectativas, por más que no sepamos ni podamos caminar sin ellas.

La historia de Esther es mucho más optimista que la de Víctor, sí. Pero no creo que la de éste esté acabada. Víctor sólo vive un momento de decepción provocado, como sugería antes, por sus expectativas. También él debe empezar de nuevo, sólo que desde un punto más bajo al que ya tenía y que siente que le degrada. No obstante, nada impide que se sobreponga a su decepción. Quizás resulte todo lo contrario. Quizás esa sensación de degradación le impulse con más fuerza hacia adelante.

Nos vemos en los bares, claro que sí. Tan pronto como consiga aclararme con este lío que llevo encima, ay!

Un besazo guapa!

Antígona dijo...

Joder, Neo, qué mal debo de estar yo en esto de perspectivas geométricas. Lo de la caballera me suena de las clases de dibujo técnico, pero no me preguntes más. Y en cuanto a la cilíndrica y la mayoritariamente cónica, ¿me estás hablando de la ley del embudo? :P

Besos desubicados en el espacio!

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Hola, Arturo, ¡cuánto tiempo sin verte por aquí!

¿Estamos en lo que vemos, o vemos más bien en lo que estamos? Quizás las dos cosas sean sencillamente indisociables.

Un beso!