domingo, 30 de septiembre de 2012

Presagio


Y por qué la visión. Por qué ahora. Por qué ahora esta visión inquietante. Por qué. La pregunta se le descoyunta en la lengua muda a fuerza de repetirla, y se reúnen de nuevo sus miembros desarticulados para volver a descomponerse, ninguna respuesta nítida entre el abanico desplegado en su reiteración, cuando gira la llave de contacto y escucha apagarse el zumbido del motor. 

 El buitre posado, impávido, amenazador, sobre la señal circular que marca el límite de velocidad en la autovía. Ajeno al estruendo de los tres carriles, del tránsito concurrido al caer la tarde pese al período estival. Tan insólita su cercanía a la gran urbe que no consigue apartar la sospecha del espejismo por causa del sol de frente, hiriendo en el fulgor de su declive los ojos de los miles de conductores que han pasado ante él. O quizá la causa no sólo ahí fuera sino también dentro, el sol sumado al cansancio sumado a la pesadumbre que desde hace semanas ensucia sus retinas, descubriéndole en cada gesto propio o ajeno, en cada objeto cotidiano, en cada rincón de la realidad, la inutilidad de una vida condenada al esfuerzo agotador y al constante desvelo a cambio de unas míseras gotas de placer y siempre provisional alegría. Poniéndole delante la fealdad de un mundo diseñado para el absurdo de esa misma vida, la estúpida ceguera de sus semejantes, corriendo como ratones año a año, década tras década por las ruedas de sus jaulas, aceptando resignados el cansancio y la cojera de la carne que declina como si de un mal inevitable se tratara… Apenas han sido unos pocos segundos de encuentro azaroso entre sus pupilas atentas al vértigo del horizonte cambiante ante el volante –tan familiar, por otra parte, que la atención mecánica se alía con frecuencia al vagar caprichoso de los pensamientos al ritmo de la música que habitualmente le acompaña–, y la imagen extraña del buitre, imponente en su quietud salvaje sobre el artificio humano del metal alertando la conducción. Pero en pugna con sus recelos por la hipotética ilusión, el recuerdo de la claridad de la impresión, del regocijo casi infantil ante lo inesperado y en extremo sorprendente, su cabeza desviándose temeraria de la carretera para cerciorarse de la presencia del buitre, demasiada la velocidad del vehículo, de todos los vehículos, para lograrlo. Y enseguida el miedo brotando de la automática asociación de la imagen a la idea del presagio: la muerte aguardándole en la próxima curva, o en la siguiente, o en la siguiente, como esperan pacientes los buitres la muerte del animal malherido, famélico, desfalleciente, para aspirar de su cuerpo muerto el sustento de su propia vida, igualmente inútil pero a salvo del absurdo por su bendita inconsciencia. El miedo que, en contra de la costumbre, le ha llevado a situarse en el carril derecho, a sujetar la aguja a los límites legales, a vigilar, aprensivo, la conducción de los hombres y mujeres anónimos que han escoltado su trayecto. 

Sin embargo, su cuerpo sigue vivo e intacto en el interior silencioso del coche aparcado. Aún. Por más que, conforme el viaje discurría sin contratiempos, la idea del buitre augurando su muerte se haya ido cubriendo del color amarillento de lo ridículo, continúa rebotando como una pelota de un lado a otro de su cabeza, chocando con el resto de hipótesis, la ilusión óptica producto del sol, o producto del desaliento pesando sobre su cejas, o, por qué no, la insignificancia del fenómeno improbable, pero no imposible, de un buitre desorientado en las inmediaciones de la ciudad que ya habrá alzado el vuelo, dejando de perturbar a más conductores. Si lograra aferrarse a esta última opción acallando las demás, detendría en seco el girar vertiginoso de la pregunta que le atormenta. El reloj en el salpicadero le revela una hora algo más temprana de la que creía. Coge la cartera del asiento del copiloto, abandona el vehículo y, tras un leve titubeo, empieza a andar. 

La terraza del bar comienza a llenarse a esas horas pero, por suerte, quedan todavía algunas mesas libres. Pide una cerveza y, tras echar una ojeada al móvil, lo guarda en el bolsillo de la chaqueta y lanza distraído una mirada a su alrededor. Frente a su mesa, y junto a la que ocupan dos parejas de mediana edad, una chica joven –sobre la mesa una tónica y un paquete de cigarrillos– parece esforzarse por concentrar su mente en el libro que reposa abierto sobre su regazo, quizá molesta por el tono, notoriamente elevado, de la animada conversación que se desarrolla junto a ella y por las frecuentes risas que la salpican. Calcula que no tendrá más de veinte años. En su perfil quieto intuye que no es especialmente atractiva. Pero algo en sus mejillas sonrosadas, en la tersura de la piel de los hombros desnudos enmarcados por los tirantes de la camiseta blanca, en su silueta imperfecta pero armoniosa, le invitan a observarla con detenimiento aprovechando su abstracción. Acaso también ella se sienta en ocasiones cansada y abatida. Aunque seguro que no en la forma en que él experimenta tales sensaciones, sobre todo ahora que se han instalado en el interior de sus huesos como un cáncer que lo fuera corroyendo lentamente. También en la juventud la vida puede parecer absurda. A él mismo, a veces, se lo parecía. Sin embargo, a pesar de su innata tendencia a la melancolía, la ilusión por lo nuevo y desconocido, el futuro y sus incógnitas abierto en perspectiva, su inocente confianza en sí mismo y en el prójimo, su infinita curiosidad, le permitían sobrellevarla con serenidad, contemplarla en la distancia como una rareza suya, una pequeña carga consecuencia de su carácter reflexivo y su gusto por la lectura y la soledad. Nunca ha sentido nostalgia de su juventud. Nunca ha deseado, como tantos manifiestan, retornar a aquellos años de incertidumbre e inexperiencia, de torpezas y desconcierto. Si por un momento alcanza a desprenderse del peso que últimamente abruma sus hombros y sus sienes, y analiza con frialdad las piezas que componen el retrato de su vida, sabe que, en comparación con muchos otros, tiene razones más que sobradas para sentirse afortunado. Pero hoy, el día en que un buitre se le ha aparecido en la carretera, debe reconocer que siente cierta envidia de la frescura que el cuerpo de la chica destila, de la despreocupación que gratuitamente le atribuye, de la energía que adivina en su expresión concentrada en contraste con su agotada debilidad. 

El sol ha desaparecido ya tras los edificios. Debe volver a casa. Apura la cerveza de un trago y se levanta. La chica ni tan siquiera se ha percatado de su presencia. Mientras camina hacia el portal, vuelve a imponérsele la visión del buitre, junto a él el repiqueteo de la pregunta todavía sin respuesta. Tal vez si se les cuenta lo sucedido a Sonia y a Enrique durante la cena, presentándolo como una anécdota curiosa, se desvanezca esta necia inquietud que la aguijonea. Puede imaginar a Enrique con sus grandes ojos muy abiertos, ¿de verdad, papá?, ¡un buitre! A Sonia probablemente con una sonrisa en los labios si consigue imprimir un tono desenfadado a su narración, tan pendiente de sus palabras como lo está de un tiempo a esta parte, consciente de su desánimo aunque él se empeñe en ocultarlo, comprensiva con él porque, es cierto, son demasiadas las horas que pasa en la oficina tras los últimos despidos, demasiado el estrés y la bota de la directiva sobre su cuello. Sonia reprimiendo a menudo el velado reproche que, ante su apatía, quiere asomar en su mirada, recordándole que ahí está Enrique, que ahí está ella, ella y sus sinceros deseos de hacerlo feliz. Sonia, fuente indudable de sus mayores alegrías. La pesadez se aligera invariablemente cuando la besa, cuando escucha su risa intacta pese a las excesivas tensiones que también ella sufre en su trabajo, y termina por evaporarse cuando se abraza a su torso cálido al vencerle el sueño cada noche tras apenas un par de páginas de lectura, por más que renazca con toda su intensidad al sonar el maldito despertador, y amenace con derrumbarle sobre la taza de café ante la visión anticipada de un nuevo día de fatigas, más tétrica y mortífera a esas horas tempranísimas que la de cualquier buitre en lugar insólito. 

Al subir al ascensor su inquietud se agudiza por la emergencia de una nueva hipótesis no barajada hasta entonces: el buitre presagiando no ya su muerte, sino la de Sonia y su salud un tanto frágil, anunciándole el horror, la pesadilla siempre temida de su desaparición, quién sabe si tras una cruel enfermedad que ya coloniza subrepticiamente sus entrañas… Al detenerse en el quinto siente el calor húmedo de las lágrimas tratando de desbordar sus párpados. Los cierra nervioso y agita la cabeza, en un intento desesperado por disipar sus negros pensamientos, por frenar la creciente angustia que los envuelve. Sale despacio del ascensor y se sienta sobre el penúltimo escalón del rellano. No quiere entrar en casa hasta haberse tranquilizado. En escasos segundos la luz se apaga. Envuelto en espesas sombras, rememora, una vez más, la imagen cada vez más borrosa del buitre sobre la señal de tráfico. La extrañeza de su figura imponente e impávida en los márgenes de la autovía. Sí, bien podría tratarse de un presagio de muerte. Pero no de la muerte definitiva, ni la suya ni la de Sonia, sino de esta muerte lenta que, día a día, le invade desde dentro cogida del brazo de su propia tristeza, de su pesadumbre, del desaliento penetrando sus pulmones como un fino polvo venenoso que entorpeciera su respiración. Ésa y no otra es la muerte que, ahora, más debe temer, antes de que acabe por aniquilar en él todo deseo de vida. Tendrá que aprender a respirar por los resquicios. Tendrá que aprender a exprimirles toda la fuerza y el gozo que sea capaz de extraer de ellos, a ver si así logra repeler este abatimiento que lo hunde y vence a cada paso. No puede desperdiciarlos como si no fueran nada, piensa mientras busca la llave en el bolsillo. Como si fueran carroña que se arroja a los buitres para seguir alimentando inútilmente su vida inútil. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

Dialogar


Cada vez que me enzarzo en una discusión que termina por puro agotamiento sin tan siquiera un mínimo de entendimiento entre los interlocutores, cada vez que la televisión encendida en segundo plano hace llegar a mis oídos el sonido de las voces crispadas y a menudo gritonas de los participantes de un debate peregrino cualquiera, cada vez que escucho a algún conocido o desconocido esgrimir argumentos equivocados y fundados en hechos falsos o, sencillamente, carentes de todo fundamento, y pienso en lo difícil que resultaría abrir sus ojos al palmario error al que se aferra en su inconsciencia o en su contumacia, se me viene a la cabeza la que fuera la primera película, y a mi modesto entender una de las mejores, del genial director Sidney Lumet.

Basada en una obra para televisión de Reginald Rose, "Doce hombres sin piedad" parte de un planteamiento sencillo: los doce miembros de un jurado popular deben decidir sobre el destino de un joven, criado en un barrio marginal y sometido desde su infancia a la violencia familiar, al que se acusa de haber matado a su padre. Si el jurado se decanta por su culpabilidad, morirá sin remedio en la silla eléctrica. Pero si los miembros del jurado determinan, como subraya el juez en la primera escena de la película, que existe alguna duda razonable sobre la culpabilidad del joven que indique que éste podría no haber cometido el crimen, deberán declararlo no-culpable y librarlo del fatal final. La decisión del jurado tiene que ser unánime.

Tras escuchar las declaraciones de acusado y testigos, así como las argumentaciones de abogado y fiscal, los doce miembros del jurado se reúnen a votar en el que, según se ha anunciado en los medios, será el día más caluroso del año. Se encuentran encerrados bajo llave en una habitación pequeña y el ventilador no funciona. Todos sudan copiosamente. De entrada, parece un caso claro: todas las pruebas apuntan a la culpabilidad del joven. Las evidencias no semejan abrir resquicios a la duda. Los miembros del jurado creen enfrentarse a una votación de trámite que se resolverá rápidamente en contra del acusado y les permitirá retornar sin demoras a sus ocupaciones cotidianas. Habrán cumplido con su obligación con la sociedad y recobrarán con la conciencia tranquila su condición de ciudadanos anónimos. Sin embargo, la primera votación les depara una sorpresa y también una decepción: once votos donde se lee la palabra “culpable”, uno donde se lee “no culpable”. Pero quién puede ser el insensato que ponga en cuestión la culpabilidad del muchacho, se preguntan indignados once de los miembros del jurado.


Se trata del miembro nº 8 –interpretado por Henry Fonda–, de quien únicamente sabemos que es arquitecto. Interpelado por sus compañeros, proclama, con exquisita serenidad, no estar seguro de que el acusado sea culpable, por más que tal vez lo sea. Aunque sólo tal vez. ¿Qué hacer ante esta situación, insólita para el resto de hombres, plenamente convencidos de que el muchacho ha asesinado a su padre? Lo único que pueden y deben hacer en esa asfixiante habitación, sugiere nº 8: hablar entre ellos, analizar las razones por las que creen que el joven es culpable, repasar las evidencias que lo acusan. Algunos de los miembros del jurado –el representante preocupado por llegar a tiempo al partido de beisbol que se celebrará esa tarde y al que las entradas le queman en el bolsillo, el propietario de varios garajes que permanecen cerrados e inactivos en su ausencia, el corredor de bolsa que confía plenamente en la veracidad de los hechos expuestos durante el juicio…– se exasperan: no tiene sentido alguno perder su precioso tiempo hablando sobre algo que no ofrece ningún motivo de duda. Otros se disponen a perder un tiempo que no les importa tanto dilapidar de la forma menos tediosa posible. El resto calla. La renuencia al diálogo de once de los miembros del jurado es absoluta. Pero nº 8 no se arredra. Y comienza a lanzar preguntas, tratando de hacer partícipes a sus compañeros de las dudas que alberga con respecto a las pruebas presentadas.

Durante el extenso diálogo que se desarrolla a lo largo de la película, van aflorando poco a poco los perfiles humanos y psicológicos de los protagonistas, estrechamente ligados a los motivos que sustentan su creencia en la culpabilidad del chico y también a sus reacciones ante la actitud interrogante de nº 8. No son pocos los que, de entrada, se muestran víctimas de los prejuicios que les llevan a dar por sentado que los orígenes del chico, y la corta trayectoria de violencia que arrastra consigo, resultan razones más que suficientes para no vacilar de su naturaleza criminal. Los más apocados o inseguros parecen incapaces de poner en cuestión la autoridad intelectual del fiscal o la validez de las declaraciones de los testigos. Los juicios de algunos dependen por completo de la opinión de la mayoría. Y en algún caso las circunstancias más estrictamente personales y el dolor vinculado a ciertas vivencias pretéritas se revelarán determinantes de la cerrazón al intento de nº 8 de valorar si las apariencias no nos engañan más a menudo de lo que pensamos.

Sin embargo, si por algo me conmueve esta película y la recuerdo tan a menudo es porque, a mi modo de ver, presenta a la perfección las bases sobre las cuales se abre la posibilidad de un diálogo entre personas que saque a relucir una verdad que a la mayoría de ellas se les oculta. La posibilidad de que, por medio de la palabra, convicciones inconsistentes acaben por tambalearse para dar paso a una visión más ajustada de la realidad. En todo ello juega un papel crucial no sólo la inteligencia, sino también la amabilidad, la empatía y la calma de esa especie de Sócrates moderno que es nº 8. Porque nº 8 no impone respuestas, sino que, básicamente, se limita a hacer preguntas. No esgrime sus razones como si éstas fueran de antemano correctas: a través de sus interrogantes, invita a los otros miembros del jurado a que inicien un ejercicio reflexivo, propio y autónomo, que terminará por llevarles a vislumbrar las mismas dudas que él ya posee desde un principio sobre la hipotética culpabilidad del muchacho. El liderazgo de nº 8 en el tortuoso proceso al que asistimos es un liderazgo en la sombra, y por ello efectivo: lejos de dirigir en todo momento la conversación, deja que los demás se erijan en protagonistas del debate allí donde, a partir de sus preguntas, razonan por sí mismos y plantean cuestiones no formuladas por él. Con apenas un gesto, crea lazos de cercanía con quienes menos colaboradores se muestran. Escucha pacientemente a quienes hablan sin interrumpirles ni recriminarles su persistencia en el error. En la pugna dialéctica que enfrenta a estos doce hombres no debe haber vencedores ni vencidos. De lo contrario no habría acuerdo, ni tampoco la unanimidad que precisa la salvación del chico. Por eso –ésta es la perspectiva que trasluce el comportamiento de nº 8– en este cuadrilátero no caben ni la humillación, ni el sarcasmo ni la ridiculización del contrario, por ridículos que puedan ser sus argumentos. La verdad de que no hay pruebas concluyentes que conduzcan al muchacho a la silla eléctrica debe ser construida entre todos en un trabajo compartido, cuyo éxito depende de que cada uno de los que colaboran en él contribuya a construir esa misma verdad desde su singular posición.


Doce hombres sin piedad” es, en lo esencial, un elogio al razonamiento colectivo encaminado al triunfo de las mejores razones. Un triunfo que siempre depende de que quienes se hallan en el error sean capaces no sólo de admitirlo, sino también de adherirse sin reparos a aquellos argumentos que explican la realidad de forma más fiable que los que en un principio defendieron una vez logran sentirlos como propios. Pero admitir que uno se encuentra equivocado nunca es fácil. Menos fácil aún es conseguir que otra persona se percate de que está en un error. Sólo hay que pensar en las ocasiones en que, blandiendo nuestros propios argumentos como si de armas se tratara, atacamos al otro con la convicción de que caerá rendido ante el peso de nuestras evidencias. En las veces en que, probablemente sin pretenderlo, ironizamos o le señalamos su ignorancia o falta de coherencia lógica con la pretensión de batir sus creencias como si estuviéramos frente al enemigo. O en aquellos momentos en que, plenamente conscientes de lo que hacemos, humillamos dialécticamente a nuestro contrincante para demostrarle nuestra superioridad intelectual, confiando, ilusos, en que no tendrá más remedio que doblegarse ante ella. ¿Y qué conseguimos? Por lo general, únicamente que el otro se atrinchere tras sus creencias y se aferre aún más a sus convicciones, con el muy comprensible objetivo de salvaguardar su autoestima. En su rechazo frontal del camino de reflexión que podría sacarle de su error se halla la prueba más notoria de que, de una estrategia fallida, sólo cabe esperar el fracaso.

No vivimos precisamente en un tiempo que propicie el cultivo de las condiciones necesarias para el triunfo de las mejores razones. Pero si desean saber algo más sobre cuáles serían tales condiciones, no se pierdan esta película de Sidney Lumet.